martes, 24 de noviembre de 2009

LA IGLESIA Y LA POLÍTICA

Joana (no verificado)12:46 | 23 de noviembre, 2009

Magnífico comentario, sr Viladrich. Una reflexión serena y profunda. Una reflexión hecha desde el respecto y la fidelidad a los principios morales y religiosos que, desgraciadamente, estamos echando por la borda demasiado irresponsablemente.
Soy abuela de un niño de 4 años y medio. Maravilloso. Un auténtico regalo del cielo, que pudo haber sido abortado porque una secuencia de problemas durante el embarazo de mi hija, su madre, amenazaban la integridad física y psíquica del feto, en grados difícilmente mesurables.
El médico que la atendía la puso en antecedentes sobre los peligros que corrían, madre y niño, explicándole que no había garantía alguna y añadió: "no debes escuchar a nadie; concédete el tiempo necesario para reflexionar y decidir porque, al fin, vas a ser tú la que tengas al niño y la que deberá hacer frente a la situación que tendrás desde el momento que nazca. Y aunque estemos fuera de plazo, dadas las circunstancias, lo podríamos hacer".
Saliendo de la consulta, mi hija (25 años), con la mirada al frente, el paso decidido y una tremenda preocupación en todo su ser me dijo: "no necesito reflexionar nada, está todo decidido; dentro de mí late mi hijo, sea como sea, nunca jamás le voy a matar".
Mi hija recibió todo tipo de "presiones" para que abortara. Una amiga suya, psicóloga, le advertía que "con todos estos pronósticos, si tienes el bebé vas a necesitar ayuda psicológica durante mucho tiempo", a lo que ella respondía "y si no lo tengo, también".
Incluso nosotros, sus padres, pensando en ella pensábamos muy seriamente en los "beneficios del aborto". Y ahora me pregunto: ¿cómo pudimos dejarnos influenciar tanto por la corriente al uso? ¿cómo pudimos sentir tanto miedo y ser tan irresponsables?. Seguramente, por amor a nuestra hija, a quien ya conocíamos, en detrimento del pequeño ser indefenso que crecía en su vientre y al que ni tan siquiera podíamos ver en las magníficas ecografías que le hacían constantemente para evaluar el movimiento de los quistes que crecían en el cordón umbilical y no nos permitían verle a él.
Pasados tres días, mi hija le dijo al médico que lo tenía decidido, que iba a tener el bebé.
Al Dr Mallafré se le iluminaron los ojos y se le dulcificó el semblante. Se alegró de la decisión de mi hija y le dijo "...los médicos estamos hartos de echar para atrás niños perfectamente sanos"
Se me puso carne de gallina. El miedo nos atenaza y nos gobierna, pensé. Fui un poco más allá y me atreví a reconocer que no sólo el miedo, sino también la cobardía y el egoísmo.
Desde este mismo momento, todos nos pusimos a ello, es decir, a prepararnos para esperar de la mejor manera posible al nuevo miembro de la familia que ya sentíamos nuestro. Y lo hacíamos con el convencimiento de que iba a nacer con todas las taras imaginables.
En casa, siempre habíamos sido muy sensibles con las personas que padecían alguna discapacidad. La sensibilidad aumentó y maduró, nos estábamos mentalizando.
El parto fue muy complicado, muy largo.
Nació un niño precioso, robusto, con hambre, agarrado al pezón de su madre succionando las primeras gotas del primer calostro.
Teníamos ante nosotros el mayor milagro: la vida. Estábamos viviendo en carne y en espíritu que, en verdad los caminos del Señor son insondables e infinitos. En mi nieto, no se cumplieron los temibles pronósticos derivados de las frías estadísticas.
Ninguno de nosotros habría podido vivir tranquilamente si hubiésemos aniquilado la pequeña- gran vida que se estaba gestando en el vientre de mi hija.
Creo firmemente que ninguna madre que se sienta comprendida y acompañada decide voluntariamente renunciar al fruto de su vientre. Es la sociedad, entre todos, convertidos en "quasi" monstruos, amparados en el anonimato y "protegidos" por los usos a la moda y renunciando al libre albedrío, quienes empujamos a tantas mujeres al aborto como si no tenga mayor importancia ni consecuencias posteriores.



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